6/8/07
El aire huele a una mezcla de humedad de tormenta y resina caliente.
Como no conozco bien el clima de la zona no sé cuando será prudente salir corriendo hacia el refugio.
Tengo la sensación de que la tormenta nos está rodeando, (nos: a mi, a los pinos, a los enebros, a las ardillas, a las chicharras, al espino blanco...). Creo que la primera gota es la señal de la prudencia y debo irme al refugio.
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Ha sido una tarde preciosa. Ha llovido, no con la furia que la tormenta prometía, aunque sí con truenos y relámpagos, pero que sólo eran de adorno. El agua ha sido mansa he indecisa, suficiente para limpiar todo lo que tocaba y para dejar un atardecer brillante y luminoso.
Penyagolosa me espera en su altura.
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Hay una curiosa asociación entre pinos y enebros o entre enebros y pinos, no sé muy bien; el caso es que junto a muchos enormes pinos suele haber un enebro cónico, tierno, verde y brillante. También he visto mucho muérdago que hacía tiempo no veía. Debo conocer algo más sobre el muérdago, que aparte de ser un parásito, parece tener propiedades curativas y mágicas...
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Tengo la sensación de estar en el fin del mundo, el viaje ha sido bonito, pero los puertos se hacen largos, sobre todo porque tengo un coche mayorcico, pero que se porta como un jabato.
Hoy he estado recordando las dos veces anteriores que estuve en esta tierra.
La segunda me gustó porque venir hasta aquí caminando desde Castellón es una bonita aventura, pero nada comparable con la primera vez, quizá por lo deseada. Era otoño. Desde la autovía se veía el macizo de Penyagolosa...bueno, mejor sería decir que no se veía, porque estaba cubierto por un manto de nubes y un velo de agua, pero cuando mis amigos y yo llegamos, las nubes habían desaparecido, dejando pinos, enebros, sabinas y servales, limpios y brillantes. El cielo, intensamente azul, arrancaba destellos brillantes a las agujas de los pinos...y, lo más espectacular, la cantidad y variedad de setas de todos los tamaños y colores que brillaban bajo un sol radiante...
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7/8/07
Esta mañana me ha despertado violentamente, el canto de los pájaros, mil cantos de pájaros.
Después de un ligero desayuno me he ido a buscar una ruta para ir a correr por la tarde. Me he internado por una vaguada que prometía una senda tapizada de pinocha con dosel de pinos, hasta que se ha convertido en una rambla tan agreste e incómoda, como salvaje y preciosa. Ha sido una visita guiada... guiada por la propia rambla, ya que cada vez que empezaba a pensar en volverme, porque no era buen sitio para correr, me tentaba con alguna lindeza: algún lejano, pero sonoro soniquete de agua, promesa de fresas, algún tejo, pinos enormes con formas imposibles, lejanos pájaros carpinteros...pero sobre todo, la propia senda, entretenida e incómoda como son las sendas de las ramblas, pero tranquila, solitaria y silenciosa...un silencio sólo roto por los miles de bichillos que se movían en ambas laderas y, en la zona donde habitaba el riachuelo, por su cantinela de agua corriente. Así, hasta dos horas de rambla.
Intento decidir qué es lo que más me ha llamado la atención, pero no es fácil. Bueno, sí, lo que más me ha llamado la atención ha sido el agua, ya que no esperaba encontrar un riachuelo tan claro y cantarín, pero lo que me ha emocionado hasta la lágrima ha sido un viejo tejo que bebía de sus aguas. Robusto, sereno, recio, con su tronco horadado como refugio de hadas, duendes o gnomos... o de ratolís y pajarillos. Sus pies extendidos hasta que el río se los lamía y las ramas extendidas hacia la senda, como invitando al viajero a acercarse y reposar en su tronco. He acariciado sus ramas y una intensa corriente ha ascendido por mi espalda.
La promesa de fresas se ha convertido en promesa cumplida. Desde que he entrado en la vaguada he empezado a ver plantas de fresas, pero sin rastro de ellas, pensaba que había llegado tarde y ya los animalillos del bosque habían dado cuenta de ellas. Pero casi al final de la senda (mi final) había una ladera tapizada de plantas de fresas y aún quedaba media docena, minúsculas, como medio meñique, pero rojas y preciosas...y deliciosas. Es la única forma de conocer el auténtico sabor a fresa: comiéndolas recién cogidas del bosque y recién lavadas por la lluvia, cuando las aprietas entre la lengua y el paladar es como una explosión de aroma y sabor ácido y dulce...sin palabras.
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Acabo de comer medio bocadillo de pan de ayer, con tomate natural rayado y aceite y un huevo duro partido dentro, que me ha sabido a manjar de dioses, en este comedor con suelo de pinocha y techo de agujas de pino. Me voy a pensar la siesta. Me voy a sentir la siesta...
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8/8/07
...Hoy he subido dos veces a Penyagolosa, pero una de ellas no lo he sabido hasta que he subido la segunda vez.
Para no gustarme mucho la niebla he disfrutado de ella como una enana y eso ha sido lo que ha impedido que la primera vez que he estado a veinte metros de la cumbre, lo supiera. Pero mejor será empezar por el principio, ya que el principio ha sido precioso (todo ha sido precioso).
La senda arranca de una vaguada húmeda y verde con tejos, manzanos silvestres, enebros y pinos de todos los tipos y tamaños. Pinos, incluso, de los que sólo queda el tronco para soportar la hiedra que lo ha colonizado sin piedad.
El riachuelo, pequeño y humilde, pero fresco, claro y cantarín alberga cantidad de renacuajos. Hoy no he comido fresas.
La niebla me ha acompañado desde que he salido. Era espesa y mojaba tal que si fuera lluvia, cuando no era la propia lluvia la que mojaba...pero ya que estaba en el camino no me iba a volver atrás, ¿o sí? Cada vez que sacaba la chaqueta porque la lluvia arreciaba, ésta paraba, tan inconstante e indecisa era (la lluvia, no yo).
Casi sin sentir he llegado a la caseta de los pastores; hasta aquí no había problema con la niebla porque la senda está clara, pero a partir de aquí se divide en miles de ramales y atajos que, aunque confluyen, pueden despistar de la senda original y, sin puntos de referencia en la distancia, era fácil no saber dónde se encontraba uno. Aún así he seguido caminando sin perder las marcas de subida, pero cuando miraba hacia atrás, el mundo había desaparecido tras un manto gris cada vez más cerrado y oscuro. La decisión ha sido tomada cuando las marcas se dividían a derecha e izquierda en una franja rocosa: sin senda, sin referencias de lo que quedaba hasta la cumbre y pensando que las montañas se suben para disfrutarlas, he decidido retroceder hasta la caseta y, puesto que era temprano, esperar a que la niebla levantara.
Esto ha ocurrido como media hora más tarde de llegar a la caseta y unos cinco minutos después de que dos chicas con un niño pasarán por delante de mí, camino de la cumbre. “Qué suerte han tenido”, he pensado mientras aprovechaba el claro para empezar a subir de nuevo. Pero ha sido una ilusión. Ni dos minutos ha durado el claro y ya oía delante de mí a las chicas preguntar por dónde debían seguir, cuando la niebla nos ha cubierto de nuevo.
Sin embargo la compañía ha sido providencial: para ellos porque no sabían seguir la senda; para mí, porque justo al llegar al punto desde el que me había vuelto antes, al no saber qué camino tomar ni cuánto faltaba, he visto entre la niebla la silueta de una caseta; le he preguntado a una de las chicas, que había estado hacía poco en la cumbre, si recordaba que hubiera una caseta cerca y me ha dicho que sí, que esa era la dirección, ¡estábamos a cincuenta metros de la cumbre!
Pero la cumbre no nos ha dejado ver nada, bueno, no la cumbre, la niebla.
Les he esperado para descender, porque no se entendían muy bien con la senda y con la niebla (y yo ya tenía experiencia en ellas), pero me he quedado en la caseta con la intención de esperar otro claro y volver a subir para ver la, seguro preciosa, vista, pero he descubierto que mis zapatillas no aguantarían otra subida más y la bajada, y he decidido dejarlo para otro día.
He bajado despacio, recreándome en la senda, ya no llovía, la niebla estaba más alta y la temperatura era perfecta.
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Esta tarde, en el paseo de antes de la cena, la he visto; estaba despejada y clara; me miraba y sonreía, me sigue esperando y yo sé que volveré mañana o pasado, no puedo irme sin verle la cara de cerca.
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La noche es espectacular. La única luz exterior del refugio no puede competir con las miles de estrellas que se ven en el cielo sobre un fondo absolutamente negro. Son tantas y tan brillantes, de tantos tamaños e intensidades que se puede percibir su profundidad. Y la Vía Láctea atravesándolo de parte a parte...
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9/8/07
Hoy era el día de descanso. Por eso y porque hacía fresco esta mañana, después de desayunar me he ido al coche a leer.
Pero después de un buen rato, la mañana ha empezado a mejorar y yo ya no he podido estar más tiempo sentada, así que me he ido a dar un paseo... corto... aún así he cogido la mochila con algo de picar, agua y la chaqueta. ¿A dónde ir?
He decidido volver a recorrer la senda que el primer día creí que era la que llevaba a la ladera de Penyagolosa. He llegado al mismo sitio que la primera vez, pero a pesar de la niebla, la temperatura era buena y la senda preciosa, por eso he seguido un poco más... y un poco más. La senda es muy parecida a las que conozco, rocosa y con vegetación ruda, no como la vegetación de la subida “oficial”, más tierna y frágil. Caminaba por la vertiente este de una profunda vaguada; en algún momento he oído voces y pensaba que era gente del lugar, pues había cruzado por una valla un poco antes.
Pero no, eran forestales que estaban adecentando una fuente, el rincón es precioso. Les he preguntado a dónde llevaba esa senda, si es que lo hacía a alguna parte, y me han dicho que, allí: aquella era la Fuente de la Cambreta, pero uno de ellos, más dispuesto que los demás y más amable, me ha indicado que subiendo por una senda poco marcada, salía de la vaguada y muy cerca, estaba la pista que lleva a la falda de Penyagolosa. Y así ha sido como mi “corto paseo” ha acabado otra vez en la cumbre, intentando disfrutar de unas vistas que aún no conozco ¡después de tres subidas!
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Pero ha valido la pena. En un recodo de la senda, entre la caseta de los pastores y la cumbre, me he encontrado cara a cara con un... todavía no he encontrado a nadie que me sepa decir qué clase de cabras silvestres hay por estas tierras, incluso se extrañan cuando les cuento que las he visto; supongo que son cabras montesas.
El caso es que estábamos como a treinta metros la una de la otra y ninguna de las dos nos movíamos, las dos nos mirábamos con curiosidad. Yo he tomado la iniciativa y he dado dos pasos muy despacio para verla mejor sin asustarla y esos dos pasos me han servido para salir del recodo y ver que no estaba sola: tres ejemplares más pequeños y otros dos adultos se movían a su lado y me miraban de reojo. Se han movido un poco en dirección contraria a donde yo estaba, pero muy despacio y sin miedo aparente, aunque el último, uno de los adultos, me miraba con disimulo. He seguido caminando cuando la niebla las ha ocultado de mi vista, pero al menos he conseguido separarme de ellas sin que se asustaran ni salieran corriendo.
He llegado a la cumbre decidida a esperar allí hasta que aclarase un poco, pero la temperatura ya no era tan agradable como en el valle. El viento del mar ayudaba a subir, por las verticales paredes de Penyagolosa, a una niebla fría, espesa y húmeda que se metía sin piedad en los huesos. Aún así, me he puesto toda la ropa que tenía y me he cobijado al abrigo del vértice geodésico... a esperar... Pero después de veinte minutos de espera, mis huesos ya no podían más; el pelo me chorreaba y los dientes empezaban a cantar por su cuenta. He decidido bajar.
He vuelto por el mismo camino y cuando estaba llegando a la masía donde tenía que abandonar el camino, ha salido tímidamente el sol, me he vuelto hacia la montaña y allí estaba la cumbre, recortándose sobre un fondo azul... ¡no puede ser! He sentido la tentación de volver sobre mis pasos, pero el camino recorrido y algunas nubes que se abrazaban desde todos los puntos cardinales me han disuadido...Otra vez será...
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10/8/07
...Y otra vez es hoy.
Pero hoy sí, decidida a que sea el día de descanso. Es media mañana y he venido a escribir y leer a este banco amigo que se encuentra a unos doscientos metros del refugio, solitario y libre del bullicio de los visitantes.
Si hubiera amanecido un día raso, sin nubes hubiera dudado del descanso (aunque mis piernas creo que no dudan), pero el día se ha despertado entre sol y sombra, con una temperatura agradable, pero con algunas nubes alrededor de la cumbre y muy viajeras que me reafirman en mi día de descanso. Pero tengo un plan... En los tres últimos días he observado que suele despejar por la tarde (cuando no hay tormenta), así que me he dado de descanso hasta las seis de la tarde y la condición de que esté absolutamente raso: si, y sólo si, esto ocurre me pondré la ropa de correr y sin mochila me iré a la cumbre. Ya conozco suficientemente todos los caminos que van y vienen como para arriesgarme a que se haga de noche, pero no es fácil que esto pase porque, en el peor de los casos, puedo bajar corriendo por la pista forestal. Pero eso tiene que venir, de momento voy a leer un rato...
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11/8/07
...Y vino... pero esa es otra historia.
Cualquier persona normal, mirando el intenso azul del cielo, sin una sola nube, diría que hoy era el día perfecto para subir a Penyagolosa y disfrutar de las maravillosas vistas. Sin embargo, gracias a que yo decidí subir ayer por última vez (en este viaje), hoy estoy donde estoy. De hecho, hoy era el día de regreso, pero unos chicos que encontré en la cumbre (junto a las vistas ¡por fin!) me hablaron de este sitio y decidí que no podía irme sin verlo.
Y aquí estoy, escribiendo sentada en una roca en medio el río Carbo, frente a una poza que se presta a un buen baño y detrás de mí, la cascada que da a luz este precioso río. Francamente, ha valido la pena.
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En este momento estoy descubriendo el porqué de algo que me ha llamado la atención desde que llegué aquí. Desde que me instalé, se adueño de mí una dulce modorra, una especie de sueño...sí, el primer día pensé que era sueño porque me había levantado muy temprano, pero luego ya no tenía sentido el sueño, porque, por suerte para mí, no extraño las camas y, no siendo ésta la de un palacio, como yo tampoco soy una princesa capaz de sentir un guisante bajo diez colchones...¡vaya! que duermo bien, ayudada además por el hecho de que a las doce cortan la luz, por lo que tampoco puedo recrearme en el libro que me ha tenido atrapada estos día (La Catedral del Mar), así que a las doce, a la cama y madrugar, lo justo para no perder el día. No, definitivamente no es sueño.
Ahora, acunada por la música del agua, frente a estos dos pececillos que me miran desde la orilla, sé que es la paz que me transmite la naturaleza y que me transporta a un estado de relajación que no soy capaz de alcanzar por otros medios. Es la energía que me transmiten las rocas, los árboles, las plantas, las flores, los pájaros...es la energía de la tierra de la que los hombres nos aislamos mediante estructuras de hormigón y aire acondicionado.
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“¡Ché! quin día més roín”. No pude evitar reírme y él se volvió hacia mí entre sorprendido e intrigado, pero serio. Y es que no fue la mía una forma elegante de iniciar una conversación, lo reconozco. Así que me vi obligada a pedirle disculpas y ofrecerle una explicación.
Yo estaba sentada en un picacho de la cumbre, con la vista clavada en el abismo que se abría a mis pies y embobada con el inmenso valle que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Sí, es cierto que en días claros la vista alcanza hasta el mar y seguro que el chico que había dirigido esa expresión a su amigo, lo había visto más de una vez; por eso a él le parecía “roín” el día porque había algo de bruma, pero a mí, que llevaba cuatro ascensiones en tres días sin haber podido ver más allá de dos palmos de mis narices, el día me parecía espléndido; por eso me hizo gracia su expresión y así se lo expliqué. Ellos fueron los que me indicaron este maravilloso lugar desde el que ahora escribo.
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Menos mal que he venido temprano y he podido recorrer a mis anchas los mil senderos que te acercan al río. Cuando he llegado, había unos chicos almorzando en la cascada principal y no he querido acercarme demasiado para no romper su intimidad ni invadir su espacio. He descubierto, mientras tanto varios rincones, entre ellos en el que estoy escribiendo ahora.
Los chicos que estaban almorzando se han ido enseguida y en cuanto he podido me he acercado a la cascada. He tenido quince o veinte minutos para disfrutar del silencio y la soledad, porque en eso, he oído venir alguien por la senda. Pero, no puede ser...tanta gente junta no suele ir al monte...ellos eran...no he podido contarlos, pero, como mínimo ¡quince! y, ¡horror!, más de la mitad eran niños. Ellos no han tenido piedad con mi intimidad, ni con mi espacio, ni con el silencio, ni con la cascada. De los más de quince, dos me han dicho “buenos días”, para los demás creo que era una roca más del paisaje... sobre todo para los niños.
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Realmente el paseo ha valido la pena.
He descubierto que a los peces les encantan los cereales, pues he compartido con ellos mi comida.
Ahora hay alguna nube, pero no me importa, no me importaría que se nublara para protegerme del sol en la larguísima subida que me separa del refugio. El paseo ha valido la pena, pero ha sido más de una hora de bajada muy pronunciada y zig-zags concienzudos que ahora hay que subir y el calor será más fuerte a medida que me separe del río.
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¿No decías que no te importaban las nubes? Pues ahí las tienes, acompañadas además de su correspondiente dosis de agua. Unos goterones grandes y frescos que me han acompañado más de la mitad del camino. Menos mal, porque así la subida ha sido más llevadera y amena.
Con todo, cuando he llegado al refugio se me ha ocurrido pensar que las fuentes del Carbo están muy mal puestas, porque entonces, aquí arriba, sí que me hubiera dado un buen baño.
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Estas son las últimas horas que paso en San Juan de Penyagolosa.
La tarde me despide con una agradable temperatura.
El sol me despide cubierto a intervalos por nubes de distintos tonos de gris, rosa y blanco.
El refugio me despide con música de Serrat y de Sabina.