El pasado domingo me fui un rato al monte, como no podía ser de otra manera. Cuando aparqué el coche en la fuente de Caprala descubrí, no sin cierto enfado, que la cámara de fotos se había quedado olvidada encima de la mesa. Enfado mayor que el mío, era el que tenía la cámara cuando regresé y le conté que había estado en una zona nueva, que el día había sido espléndido y que mi intención al salir, era hacer una reseña de la subida a la Replana, pero claro, sin fotos ilustrativas, esto no era posible.
Para hacerme perdonar por el olvido le prometí repetir la ruta en breve.
El lunes no pudo ser por llevar yo, en mis piernas, el peso de los dieciocho kilómetros del día anterior. Además llovía y aunque este no suele ser pretexto para quedarse en casa, la convencí (sí, a la cámara) de que la luz del día no era propicia para fotos.
El martes descubrí que la lluvia que había empapado las calles el día anterior, había cubierto con un precioso manto blanco las cumbres de nuestro valle, cosa nada habitual, por otra parte. Sin embargo, por unas cosas y por otras, no me era posible salir ese día a disfrutar de la nieve. De modo que acordamos, mi máquina de hacer fotos y yo, volver a la zona de la Replana al día siguiente, es decir hoy miércoles.
Me he despertado a las seis de la mañana, con gran alegría, pues, teóricamente, esa hora me permitía, al menos, dos horas más de sueño. No ha sido posible. Creo que ha sido ella (sí, de nuevo la cámara) quien ha invadido mi dormitorio con un repertorio de posibles y bellas imágenes futuras. Le debía una. Así que, sin protestar y con resignación, he salido de la cama.
De camino a Caprala, aún por la estrecha carretera, hemos sorprendido a un par de conejillos que nos miraban extrañados y no era para menos: aún era noche cerrada.
Cuando hemos iniciado la senda, y ya empezaban a verse las primeras manchas de nieve, mi máquina saltaba de alegría colgada de mi cuello. He intentado explicarle que con esa luz, es decir, ninguna, ni ella ni yo somos capaces de tomar regulares fotografías. En esa conversación estábamos cuando, cómplice, puntual y madrugador como sólo él sabe ser, el sol nos ha regalado sus primeras luces.
Luces violeta a las que las nubes se acercaban para ser calentadas por sus rayos y que se ruborizaban al sentir sus cálidas caricias.
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El sol ha aparecido el tiempo justo para tranquilizar nuestros corazones. Para decirnos: “Aquí estoy de nuevo, tal y como ayer me pedisteis”, para que supiéramos que hoy era otro día. Después se ha ocultado, discreto, tras el velo de las nubes para no fundir la nieve y permitirnos un paseo inolvidable por el albo paisaje.
Ya la senda, a estas alturas, se había convertido en una cinta de terciopelo blanca, un pasillo de nieve virgen entre los algodonosos árboles.
- Escucha……..
- ¿……….? No oigo nada
- Pues eso, el silencio.
Milagrosamente, el paisaje nevado parecía absorber todos los sonidos y un silencio limpio llenaba el ambiente. Los débiles cristales de agua, con su poderosa presencia, empapaban incluso mis pensamientos, depurándolos, purificándolos.
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Retomé la idea de elaborar una modesta reseña de la ascensión a la Replana pasando previamente por el Chocolate, pero tuve que pensar para qué sirve una reseña. Básicamente sirve para orientar a los posibles visitantes e indicar los accesos y las rutas disponibles, si es posible, con fotografías que ilustren el recorrido, los enlaces y los cruces de sendas y de caminos. Sinceramente hube de abandonar este propósito. El paisaje ofrecía unas fotografías preciosas, pero nadie, en circunstancias normales, sería capaz de reconocerlo. Por poner un ejemplo, la cumbre del Chocolate, hoy era de chocolate blanco, cuando normalmente es de puro y negro cacao. Bueno, desafortunadas metáforas aparte, no me pareció el día más apropiado para elaborar una reseña, al menos no una reseña descriptiva de la zona y me quedé
en la mera crónica de un inolvidable día.
Asumí, pues, otros propósitos para mi excursión.
Como dije al principio, el domingo ya había visitado la zona. Anduve por ella esparciendo trocitos de mi alma y, en vista de los fríos que se avecinan, pensé que podía ser una buena idea recogerlos y llevarlos a casa para protegerlos de la intemperie. Los encontré donde los había dejado, pero crecidos, aumentados, dilatados y cuando les indiqué mi intención de devolverlos a casa me miraron con una tierna sonrisa y se negaron a volver conmigo, no sin antes darme una convincente explicación:
Trepados a los árboles, enredados entre las ramas de enebro, iluminando aliagas, protegidos en las hendiduras de las rocas, se sentían mis trocitos de alma felices y satisfechos, plenos, íntegros e integrados en la Vida. Desde allí querían invitarme a volver cuando lo deseara, cuando lo necesitara. Me explicaron que no era preciso que regresara, para vernos, al mismo lugar. Me revelaron que en cada árbol, en cada enebro, en cada flor y en cada piedra volveríamos a encontrarnos. Que la nieve, el sol, la lluvia, el viento y el frío, les alimentaba y les hacia crecer, me dijeron. Y que mientras ellos aumentaran yo crecería con ellos, pues que de ellos me componía. Así pues, dejé en un árbol, un abrazo de deseos soñados y seguí mi camino con una sonrisa.
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En ocasiones como esta desearía ser una buena escritora.
Desearía tener la capacidad para explicaros cómo huele la nieve. Ese olor a humedad seca, a promesa de primavera inundada de jaras en flor.
Explicaros cómo el silencio llena, con su sonora presencia, cada rincón del paisaje, dejando que, bajo la influencia de los débiles rayos del sol filtrados por las nubes, se desprendan de los árboles mínimas gotas de agua, para decirme bajito: “aquí estamos”.
Contaros cómo me acompaña el crujido de la nieve, compactándose bajo mis botas, amortiguando mis pasos.
Trasmitiros el susurro de la fina lluvia que empapa las rocas, rojas y negras, y las hace resaltar en el blanco paisaje.
Describiros la mirada pura que desde las copas más altas, descendiendo por su rugoso tronco, me envían los árboles como una sonrisa.
Quisiera tener todos los adjetivos, todas las palabras que pudieran daros una idea de los sentimientos y emociones experimentados al ver una sencilla planta de genista asomar, tímidamente, bajo el manto de la nieve, para contemplar, incrédula, el paisaje.
Pero soy una humilde fedataria del mundo que sólo sé, modestamente, contar lo que veo.………………………………..
Ni yo misma era capaz de reconocer el mismo terreno que había pisado sólo tres días antes. Pero me daba igual. Ni siquiera quería pensar dónde estaba, sólo quería disfrutar del momento. La nieve no frecuenta mi tierra y en las contadas ocasiones que lo hace, su visita es breve, efímera a veces. Generalmente, los habitantes del valle no tenemos la posibilidad, ni el tiempo necesario, de acercarnos hasta ella, para acariciarla cuando nos visita, por eso yo hoy me he sentido un ser privilegiado, tocado por la alta magia de la Vida.
Desaparecidos los caminos y las sendas bajo el blanco manto, el mundo parecía distinto y yo estaba allí para disfrutarlo.
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Cuando he llegado a la cumbre de la Replana he descubierto al vértice geodésico vestido de camuflaje para la ocasión. Testigo privilegiado de los cuatro puntos cardinales, erguía su silueta cubierta de una gruesa y homogénea capa de nieve por su superficie norte; las que dan al sur y al oeste, mantenían una fina película de agua helada, frágil, cristalina y chispeante a la luz del sol que, sorprendente y fugazmente, apareció en ese instante.
He descendido de nuevo hacia el valle sin saber muy bien por dónde, pero con la absoluta confianza de que la senda me guiaría, como así ha sido, hasta el Caserío de las Hermosas. Allí, el nevero que levanta su cúpula por encima del suelo, se encontraba en su salsa, rodeado del elemento que dio razón de ser a su existencia, aunque sin unas manos amigas que le alimentaran con la pura y blanca sustancia del cielo frio. Simbólicamente he querido alimentar su enorme panza de piedra con un puñado de nieve.
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Después de hacer una breve visita al Alto de Peret, desde cuya cumbre podía ver prácticamente mi coche aparcado, he decidido que no me apetecía regresar tan pronto. He vuelto sobre mis pasos hasta el Caserío de las Hermosas para volver a Caprala bajando por la Cuesta de Castalla. Allí había una fotografía pendiente: la Rotonda de los Pinos (© Aurora y Elda), punto de inicio de la subida al Alto de las Hermosas. Así que allí nos dirigimos mi cámara de fotos y yo, bajo la lluvia y el paraguas, para retratar el lugar.
No quedaría nada más reseñable de la hermosa jornada, pues a estas alturas del terreno y del día, la nieve ya se estaba convirtiendo en líquido elemento que cubría, feliz y esperanzadoramente, el terreno de barro, sino hubiera sido porque en el camino de vuelta, protegiendo y dando vida a la Casa de la Costa, me encontré con un enorme pino monumental. Digo monumental porque no se me ocurre un adjetivo más apropiado. Monumento lo considero, monumento de la Vida Natural. Enorme, prodigioso, fascinante. De esos seres junto a los cuales te sientes pequeñita, minúscula, insignificante, pero a la vez intuyes que te acoge, te abraza, te cobija y te cuenta historias de Vida, lentamente, despacito…
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Acabo ya, pero antes quiero agradecer a mi cámara de fotos el mayúsculo madrugón, aunque con sus ciertas y bellas imágenes futuras, no me haya entrado el desayuno a la cama.
16 de Diciembre, primera nevada de la temporada y guinda de un hermoso 2009
PD.: Si habéis llegado hasta aquí, es porque habéis entrado en mi página web. En ese caso, he de deciros que al final de la misma, hay un enlace a mi galería de fotos de Picasa, donde encontrareis imágenes de este día con la explicación gráfica del título de este texto. (Galerías de Elda y Elda Bis)