“Si queremos conocernos debemos visitar el mundo, encontrarnos con otras culturas y afrontar nuevos retos. Sólo así enriqueceremos nuestro espíritu.
Un abrazo desde otro lugar”
José A. Antón
Las vías de acceso a Alicante estaban impracticables a esa hora. Encontrar un aparcamiento era una quimera.
Eran las 6:45 de un jueves primaveral.
Descubrí medio aparcamiento. El otro medio pertenecía al vado de un taller mecánico cuyo horario laboral se iniciaba a las 9:00. Confié a los hados urbanos mi medio coche mal aparcado y cubrí a la carrera los trescientos metros que me separaban de la estación de trenes.
El tren salía a las 7:00.
Cuando llegué a la estación, mi amigo ya no estaba en la cola de pasajeros que ofrecían su billete para la comprobación rutinaria. Las cintas de seguridad me impedían acceder al andén número 2, junto a la vía en la que estaba situado el tren.
Entonces le vi. Entonces vi a mi amigo, caminando por el andén en dirección a su correspondiente vagón, cargado con su pesado y voluminoso equipaje.
No lo pensé dos veces. No había tiempo para explicaciones y sólo quedaba una solución. Salté al foso, crucé la vía 1 y trepé al andén 2. No miré a nadie, en la absurda confianza de que si yo no miraba, nadie me vería a mí.
Entonces mi amigo me vio, y supongo que, igual que él, todos los pasajeros, interventores y azafatas. Pero nadie dijo nada. Bueno, mi amigo sí.
-Llegas tarde
-Ya lo sé
-¿Has cruzado la vía?
-Sí, ¿no lo has visto?
-¿¡Cómo estás tan loca!? ¡Qué barbaridat! - me dijo, con su inconfundible acento ilicitano y con una franca sonrisa iluminándole el rostro.
Llegué con el tiempo justo de ayudarle a acomodar el equipaje en el vagón, darle un fuerte abrazo, desearle mucha suerte y pedirle que disfrutara de su aventura.
El tren se puso en marcha.
Mi amigo partía rumbo al Himalaya.
Sería la última vez que le viera.
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La primera vez que le vi había sido seis meses atrás.
Él ofrecía una charla, ilustrada con diapositivas, en un local de su querido Elche, para contar a sus paisanos su última aventura, vivida un año antes en el Pamir.
Yo vagabundeaba por mi recién estrenada patria de acogida, cuando vi el cartel anunciador de la charla. Entré a ver el pase de diapositivas porque yo, desde que había llegado a Elche, echaba de menos las montañas.
Lo que no sabía entonces era que aquel entretenido y tímido conferenciante, sería mi compañero de promoción, compañero de cordada y que nos convertiríamos en mutuos confidentes.
Un mes más tarde de ese fortuito encuentro, conociendo su afición por las montañas, me dirigí a él en el aula para que me orientara sobre las rutas que podían realizarse por los alrededores de su ciudad. Elche es precioso y acogedor, ¡pero no tiene montañas! Me indicó que me dirigiera a cualquiera de los dos centros excursionistas ilicitanos, porque él no tenía mapas ni conocía rutas específicas.
Pero al día siguiente de esta primera charla me invitó a acompañarle en los entrenamientos que estaba realizando para ascender, en el verano del año siguiente, a un ochomil.
Así fue como llegué a conocer de su mano, como la palma de la mía, la Sierra de Crevillente. Prácticamente cada semana realizábamos la travesía circular: la Mitjana, el Picatxo, el Sant Juri y la Vella, partiendo desde el parque natural de Els Anouers. En el sentido de las agujas del reloj o en el sentido contrario. Caminando o corriendo. Otras veces ascendíamos 2 ó 3 veces consecutivas al Picatxo. Yo con una manzana, la cantimplora y las manos en los bolsillos. Él con su pesada mochila, 30 kilos de material de montaña, a la espalda.
Recorrimos varias veces la Arista del Caballo. Viajamos a Sierra Nevada. Escalamos en la Foradá.
Él me rescató de mi ilicitana añoranza por las montañas y yo, a cambio, me hice depositaria de las inquietudes, dudas, desengaños, desilusiones, frustraciones… que acompañaban la organización de su expedición. Quienes habéis organizado alguna sabéis de qué hablo.
También nos reímos y charlamos mucho, discutimos a veces. Pero, sobre todo, compartimos numerosas “batallitas montañeras”, cafés a la ida y cervezas a la vuelta.
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Él era un montañero tardío. Llegó a la Montaña después de pasar por la noche y la fiesta. Después de pasar por otros deportes. Pero cuando la descubrió se enamoró de Ella irremediablemente. Consagró a Ella todos sus esfuerzos, sus ingresos, sus ilusiones.
Cada verano un nuevo macizo era visitado por sus botas. Pirineos, Sierra Nevada, Alpes, Andes, Pamir, Atlas e Himalaya conocieron los pasos de mi amigo en sus últimos seis años, en sus años de vida montañera.
Organizaba sus expediciones en solitario, pero siempre encontraba alguien con quien ascender a las cumbres y siempre volvía con inolvidables amigos nuevos.
Su escasa familia no había alcanzado todavía a comprender esa inesperada, intensa y peligrosa relación con la Montaña. El profundo cariño que su familia sentía por él les impedía aceptar sin reservas sus viajes, los aceptaban con respeto pero a regañadientes, y él no podía compartir con ellos sus inquietudes. Por eso, porque no comprendían que se marchara, solo, a países lejanos, a practicar un deporte que ellos entendían muy arriesgado, mucho menos iban a comprender que él les explicara cómo debían actuar en el hipotético caso de que algún día no regresara.
Cómo explicarles que un montañero se marcha de expedición con dos objetivos fundamentales: alcanzar la cumbre deseada y volver para compartir la experiencia con sus seres queridos. Pero que también asume riesgos, no muchos más, por otra parte, que quien emprende unas vacaciones por las agresivas autovías o autopistas de nuestra geografía. Pero esto no se entiende igual.
Cómo explicarles a unos padres, que aún no han aceptado a la Montaña como fiel amante y amada del hijo, que algún día puede quedarse atrapado en su abrazo definitivo.
Cómo explicarles que no puede haber mejor destino para el montañero, que descansar para siempre en el límpido silencio de la Montaña, fundido en cuerpo y alma con el eterno espíritu de la Naturaleza. Acariciando, para siempre y ya sin prisa, toda la extensión del cielo. Formando parte del Ser y de la Vida Definitiva. Permanecer en ese lugar donde el aire es siempre puro, donde el espacio abierto es infinito, donde la libertad deja de ser una palabra para convertirse en un sentimiento auténtico, en un hecho, en algo real.
Cómo explicarles que, aunque aparentemente no está aquí porque no podemos verle con los ojos del rostro, está y estará siempre porque podemos sentirle con el corazón.
Él se sentará cada día a la mesa, participará en nuestra amistosa tertulia o ascenderá con nosotros a otras montañas, esperando tranquilo que alguien le nombre para sonreír.
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El día 25 de julio de 2004, el montañero José A. Antón, después de una larga estancia en los campamentos de altura a la espera de que se abriera una ventana de buen tiempo, ascendía a la cumbre del Hidden Peak o Gasherbrum I, de 8.068 metros de altitud, consiguiendo así su más ansiado sueño.
Las nieves eternas del Pico Oculto conservan para siempre su última sonrisa, su felicidad por el objetivo logrado y la perpetua amistad de quienes tuvimos la suerte de compartir parte de su camino. Mientras haya manos amigas y corazones que recuerden, nadie se va del todo.
Hasta la eternidad, Jose.