Como en un sueño etéreo que no sé si existe en la realidad o sólo en mi mente.
Sin transición. Desde allí hasta aquí transportada por una nube alada.
La nube alada de un destino incierto, imprevisible, desconocido…
No hay ardillas traviesas y curiosas que reclamen tu atención con munición de piñones.
No hay pinos que marquen tu piel con la dulce y melosa esencia de sus cortezas rugosas.
No hay esparto orador que te cuente su alegría por haber recibido el regalo benéfico de la lluvia.
No hay relieves cóncavos ni convexos que oculten los puntos de referencia a los ojos del caminante.
No hay montañas que anticipen el ocaso.
Sin embargo esta tierra se agita en un alboroto de vida.
Liebres, conejos y perdices te cortan el paso a cada instante.
Los troncos horadados de los olivos viejos te cuentan historias de amor, sudor y lágrimas.
Lágrimas que proceden de todos los orígenes: tristeza, dolor, alegría, emoción, esperanza…
Sudor de esfuerzo, de sol a Sol, de tierra a Tierra, de cielo a Cielo. Sudor de trabajo, de empeño, de constancia.
Lágrimas, sudor y amor para regar la tierra y sus piedras, para cosechar de ellas el fruto dulce y amargo de la vida.
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Ayer, la parra del patio de Camuñas me regaló una lágrima.
Ha llegado la primavera.
Lo dicen los cientos de pájaros del alba que me despiertan rompiendo el silencio denso de la atmósfera madrugadora.
Lo dicen las nubes tempranas que se tiñen de rojo mientras esperan la llegada del Sol, pacientes, tendidas sobre el horizonte.
Lo dicen los márgenes del Amarguillo que se sueltan la verde melena al rocío fresco de la madrugada.
Lo dicen los almendros que han cubierto de blanco y rosa la tierra que los mantiene erguidos. La tierra que se mantiene unida por el amor cierto de sus raíces profundas.
Y lo dicen las viñas con su llanto feliz, promesa de pámpanos tersos, brillantes.
Ayer, la parra del patio de Camuñas, prima hermana de las viñas del campo, me regaló una lágrima.
Mientras la niña de los hoyuelos buscaba con la mirada en alto el origen de aquellas gotitas brillantes, traslúcidas, una de esas lágrimas cayó sobre mi mejilla. No, no era rocío. El resto del sarmiento estaba seco y sólo por su extremo, o por heridas antiguas, segregaba aquel líquido transparente. Resbaló por mi piel hasta la comisura de mis labios y no resistí la tentación de saborearlo. Aparentemente insípido, dejó, sin embargo, un recuerdo dulce en los resquicios de mi boca y una huella melosa en la superficie de mi piel.
Pero sobre todo, dejó otro asomo de lágrima, esta salada y emocionada, en la comisura de mis ojos.
Supe luego que las viñas lloran semanas antes de que nazcan sus brotes nuevos. Supongo que enternecidas por la llegada de la primavera, por la inminencia de la vida, por la promesa del fruto…
Esta mañana salí temprano a andar los caminos y descubrí, a la tibia luz de los rayos de sol horizontales, cómo brillaban y temblaban conmovidas, hasta regresar a la Tierra, las mínimas gotitas de sabia savia.
Camuñas, cuando lloran las viñas, 2010